Misterios III. (Jack el Destripador. Un asesino de leyenda VI)

Por Gabriel Pombo

¿Tuvo imitadores Jack el Destripador? 

Tal vez el fenómeno de los homicidios de imitación (perpetrados por "copycats") no sea tan moderno tal cual parecerían indicarlo películas taquilleras de reciente data. Es posible que el viejo monstruo de la era de la reina Victoria no fuera una unidad, sino que aquella brutal matanza constituyese obra de una sucesión de asesinos que se imitaron entre sí. 

Respecto a este asunto cabe recordar la historia del amante de Elizabeth Stride ("Long Liz") y la hipótesis de que ese sujeto ultimó por despecho a su mujer, y que ese crimen pasó como uno más dentro del elenco fatal de los cometidos por el depredador de Whitechapel, cuando en realidad sólo se habría tratado de un vulgar crimen pasional. 

Resulta pertinaz la desconfianza en relación con el presunto tercer homicidio atribuido al mutilador; o sea, el perpetrado contra la prostituta sueca de cuarenta y cinco años apodada "Long Liz" ("Liz la Larga"). 

Hasta escasos días previos a su óbito, acaecido en la madrugada del 30 de septiembre de 1888, la mujer convivió con un belicoso irlandés de nombre Michael Kidney. Se separaron tras una violenta pelea (una de tantas); pero antes del incidente Liz lo había denunciado a causa de malos tratos verbales, amenazas y agresiones. 

El individuo (cuyo apellido rememora inquietantes evocaciones, pues equivale a "riñón" en lengua inglesa) exhibió un comportamiento tan asombroso que despertó justificadas suspicacias en investigadores ulteriores, aún cuando debe admitirse que no fue reputado sospechoso por la policía de la época. 

Sin embargo, tanto sus declaraciones inmediatas al cruel desenlace, cuanto sus actitudes posteriores, dieron pábulo a acentuados recelos. De ser veraz la conjetura de que dicho hombre fue el asesino de su novia, no cabría dudar que interpretó a entera satisfacción el papel de inocente, cual si de un buen actor aficionado que supo cubrir hábilmente sus huellas se hubiese tratado. Supo fingir indignación frente a la impericia de que hizo gala la policía a la hora de desenmascarar al que mató a su "amada" Elizabeth. 

A escasas horas de saberse del crimen se personó en la comisaría de la calle Leman y montó un escándalo. Entró borracho y aferró por las solapas al sargento de guardia, al cual le espetó: 
"Si hubiesen asesinado a Liz la  Larga en mi distrito, y fuese policía, yo ya me habría matado". 

Entre otros peritos, la ripperóloga A.P.Wolf, autora de "Jack. The Myth", sustenta la culpabilidad de Michael Kidney en el homicidio de Elizabeth Stride, y destaca que el incidente antes referido ocurrió el 1º de octubre de 1888, un día después del atentado fatal contra la meretriz, cuando por entonces los policías todavía no sabían cuál era la identidad de esta víctima. Por consecuencia, a esta escritora el problema provocado en la comisaría, donde tan histriónicamente Kidney manifiesta su desazón echando en cara a los agentes lo ineficaces que eran por no descubrir al ejecutor de su amante, le parece que es una de las más firmes pruebas de su culpa. 

¿Cómo pudo saber en aquel momento este hombre que la aún anónima víctima no era otra sino su amante Long Liz? Y más aún: ¿Cómo podía saberlo si al declarar en interrogatorios posteriores reconoció que desde días atrás, luego de una agria disputa, se encontraba separado de ella? Por lo tanto, Michael Kidney se erigiría en un sospechoso de primer orden respecto del asesinato de esta víctima en particular. 

Pero la plausible imitación asesina en el caso de los crímenes de Jack el Destripador no se limita a esa posibilidad aislada. 

También llama la atención el homicidio de Catherine Eddowes, que resultó muy diferente a los tres crímenes canónicos que le antecedieron – los de Nichols, Chapman y Stride–, pues aquí el rostro de la difunta fue mutilado. Los estudiosos suelen justificar esa disparidad en la actitud seguida por el criminal, esgrimiendo la opinión de que los victimarios seriales se van tornando más audaces a medida que avanzan en sus ataques, y que necesitan operar cada vez con mayor encarnizamiento impelidos por un irrefrenable crescendo salvaje. 

Pero: ¿Si esto no hubiese acontecido así en el caso del Destripador? ¿Y si el ejecutor del East End no fue una única persona, sino que cada asesinato se hubiese debido a la aparición de sucesivos imitadores de los homicidios precedentes? 

Si tal fuera la situación, el ultimador de Kate Eddowes por fuerza debió – en el acto de provocar mutilaciones faciales a esa agredida– obrar remedando la conducta observada por otro matador, al cual la gente consideraba el verdadero causante de los decesos que venían sobreviniendo. Lo inquietante es que tal extremo pudo en verdad haber acontecido. Ocurre que por las fechas en que cristalizó la secuencia de atentados, otra muerte más –aparte de las canónicas y las de Emma Elizabeth Smith y Martha Tabram– fue atribuida a la saña del mismo perpetrador. 

Se trató del homicidio de una chica de nombre Jane Beadmoore acaecido entre la noche el 22 y la madrugada del 23 de septiembre de 1888, en la localidad de Birttley Fell, County Durhan, una semana antes de ser finiquitada Catherine. En esa emergencia, la fenecida soportó extensas mutilaciones faciales. Vale significar, se trató de idéntico género de ataque que precisamente iría a reiterarse pocos días más tarde en el crimen consumado en la plaza Mitre. 

Su cadáver exhibía cortes en el abdomen y en la región genital y, lo que era peor aún, le habían acuchillado frenéticamente la cara hasta desfigurarla. Las heridas abdominales semejaban a las padecidas por dos víctimas que toda la prensa adjudicaba al matador tildado "Asesino de Whitechapel" (pues el mote "Jack el Destripador" todavía no había cobrado estado público). 

La mujer asesinada contaba con veintiocho años, seis más que su homicida, un joven que realizaba trabajos ocasionales. El individuo, si bien se mostró hábil al imitar los precedentes crímenes del bajo Londres intentando así despistar, incurrió en errores muy torpes que facilitaron su aprehensión. Entre éstos se cuenta el hecho de vender –dos días después del crimen– su ropa con manchas de sangre a una tienda de compra al menudeo. A su vez, varios testigos declararon haberlo visto con la occisa en los momentos previos a concretarse el ataque letal; y la precipitada huida de la localidad emprendida por el sospechoso contribuyó a dejarlo en evidencia. 

Pero lo relevante es que para la prensa el asesinato de Beadmoore y el sucedido a la siguiente semana en la plaza Mitre eran faena del mismo perpetrador. Ese convencimiento caló muy hondo en el público. Tanto fue así que, aunque dos meses después se arrestó al asesino de Jane y se supo que el responsable era un rufián llamado William Waddell –que había sido amante de la muchacha y que la mató por despecho–, ese homicidio bien pudo servir de modelo al inferido contra Eddowes, pues por entonces fue echado a la lista de los infligidos por Jack el Destripador. 

Por consiguiente, vale enfatizar que ya en la era de la reina Victoria existían asesinos imitadores, y dicho extremo quedó comprobado, entre otros casos, por el crimen de Beadmoore. Y ello pues resulta que, tras su captura, el ultimador confesó a sus interrogadores haberse inspirado en las muertes que venían aconteciendo en los arrabales del este de Londres. Pero, a la parafernalia de aquellas matanzas precedentes que imitó, el ejecutor de esta joven le añadiría un nuevo y siniestro ingrediente: las mutilaciones faciales. 

Los modernos estudios sobre el comportamiento psicopático homicida coinciden en sostener que en crímenes particularmente sangrientos, donde preexiste una relación pasional entre la víctima y el victimario, no resulta infrecuente que el asesino infiera tajos sobre la faz de la persona agredida, para de tal manera “deshumanizarla”. Se trata de un comportamiento habitual en los homicidas violentos que actúan imbuidos por lo que en criminología se denomina “pensamiento mágico”. 

Como el asesino de Jane era un ex amante suyo, la vinculación pasional incidió sobremanera. El crimen estuvo motivado por los celos, y por la frustración que experimentó aquel sujeto al verse rechazado en su tentativa de reanudar la relación sentimental. No se trató de un delito meramente impulsivo, sino que el responsable buscó en forma deliberada despistar y alejar de sí la atención de la policía, cuando decidió remedar la operativa del mutilador victoriano procurando que los pesquisas creyeran hallarse frente a otro deceso más en esa cadena de agresiones mortales. 

Sin embargo, William Waddell no copió el cruel acto de rebanarle a cuchillo la cara a su víctima –menoscabo que no tenía planificado, y que no había ocurrido aún en los desquicios del East End–, sino que ese brutal añadido obedeció a un impulso. Como el crápula conocía a la mujer y se hallaba ligado pasionalmente a ella, en forma inconsciente, trató de deshumanizarla al infligir esa desfiguración facial puesto que, según confesaría a sus aprehensores: “No pude soportar cómo me miraba”. 

Mary Ann Nichols (31 de agosto 1888) y Annie Chapman (8 de septiembre 1888) también padecieron profundas incisiones en sus abdómenes, y le extrajeron órganos a la última. No se había practicado mutilación facial todavía, por lo cual este nuevo crimen no tenía por fuerza que serle asignado al mismo victimario. 

No obstante, los periodistas sí lo atribuyeron, y durante un par de meses, mientras se mantuvo libre el auténtico responsable, toda Inglaterra estaba convencida de que el homicidio de Jane Beadmoore también había constituido una sanguinaria faena del Destripador. 

¿El motivo de este error? Según parece, los periódicos de entonces dieron amplio pábulo a la hablilla de que el perpetrador, además de acuchillar a sus presas humanas en el abdomen y extirparle órganos, les desfiguraba el rostro. Esta versión falsa circuló con extrema insistencia tras el asesinato de Annie Chapman, y no fue desmentida hasta tiempo después. 

Debido a ello fue que el verdadero ultimador de Jane, el aludido ex novio, pensaba que el asesino de Whitechapel rebanaba a cuchilladas la cara de sus víctimas. Por esa razón, de acuerdo confesó, fue que ejercitó esas laceraciones faciales para que los investigadores creyeran que el crimen también pertenecía a aquel homicida, y de ese modo desviar las sospechas sobre su persona y salir impune. 

De poco le valió la treta a este imitador (tempranero copycat de la era victoriana). Lo descubrieron, fue declarado culpable por el tribunal reunido al efecto, y pagó su culpa pereciendo en la horca.

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