Continuamos con el tercero de los monográficos dedicados a las víctimas canónicas de Jack el Destripador.
Por Gabriel Pombo
El degollado cadáver apareció en el
pasaje del club político donde se celebrara una animada reunión. Los
concurrentes fueron alertados por Louis Diemschutz, portero de ese
establecimiento que transitaba en su carro arrastrado por un pony y que,
literalmente, se chocó con el tendido organismo.
Por Gabriel Pombo
Elizabeth "Long Liz" Stride
Transcurrieron tres semanas.
En torno de las 11.45 de la noche del 29 de
septiembre Elizabeth Stride paseaba asida del brazo de un caballero
llamativamente bien vestido –para los valores de elegancia que se manejaban en
el East End– y se aproximó junto con éste a la pequeña tienda donde Mathew
Packer vendía frutas y verduras en el número 44 de la calle Berner, a unas
puertas del Club Educativo Internacional de Obreros.
Tan minúscula resultaba la tienda que las
operaciones forzosamente se debían materializar a través del escaparate sobre
el cual se exponía la mercadería. Más adelante, el dueño del negocio describiría
al acompañante de la fémina como de mediana edad, unos treinta y cinco años, un
metro setenta de alto, robusto y con pinta de oficinista.
–¿Cuál es el precio de esas uvas?
–le preguntó aquel hombre.
–Seis peniques las negras y cuarto
de libra las verdes– repuso el comerciante.
–En ese caso denos media libra de
las negras.
El comprador pagó y agarró los
racimos, que dividió con su compañera. El hombre y la mujer cruzaron despacio la calzada mientras saboreaban la
fruta y entablaron una vivaz charla durante más de media hora, sin hacer caso a
la llovizna que en esos instantes comenzó a mojarlos.
Al viejo tendero le causó extrañeza que la
pareja no buscara algún refugio bajo el cual guarecerse, y ese hecho banal
llevó a que les prestara más atención que la habitual.Por eso no vaciló al identificar a la
difunta. Incluso recordaba haberle
comentado a su esposa: «Mira a ese par
de tontos, quedarse allí parados en medio de la lluvia».
Según el vendedor, al rato la pareja volvió a cruzar la calzada y enfilaron hacia la entrada del club
político, donde se detuvieron para escuchar la música que procedía desde
allí. A las 00.15 del sábado 30 de
septiembre el dueño cerró su negocio y dejó de verlos. «Supe que era esa hora porque las
tabernas ya habían cerrado», comentó.
La mujer parecía muy entretenida y de buen
humor junto a su gentil compañero. Como si este no fuera un cliente más y no se
tratara de una de las tantas transacciones mercantiles que noche tras noche
hacía ofreciendo su castigado físico para sobrevivir. Además de Packer dos
transeúntes testificaron haber visto a «Long Liz» –Liz. La larga– Stride con un
individuo próximo a las 11 de esa noche; vale decir, antes de la compra de las
uvas en el diminuto expendio.
La pareja se hallaba de pie frente al
establecimiento de Bricklayers´Arms y los jóvenes reconocieron a la buscona
mientras permanecía junto a aquel cliente, no tan sobrio en este caso. Uno de
esos viandantes incluso se permitió a la pasada gastarle una broma:
–Ten cuidado nena, ese tipo que está
contigo es «Mandil de Cuero».
Ni Elizabeth ni su admirador se
percataron del paso de los intrusos. El
hombre la magreaba contra la pared.
–¡Te gusta! ¡Dime que sí te
gusta!–jadeaba el sujeto.
–Sí me gusta, pero aquí no. Hay un
patio cerca al que podemos ir. Ven, te lo enseñaré.
–¿Un patio? ¿Está limpio?
–Sí, y allí tenemos un establo donde
podemos hacerlo. Pero si me sigues apretando tanto no podré llevarte –se rio
Liz zafando del abrazo de su ansioso galán. Lo tomó de la mano y se dirigió con
él rumbo a Dutfield´s Yard, un patio lindante con las instalaciones de un
fabricante de sacos el cual, en virtud de su oscuridad permanente, se utilizaba
para satisfacer los deseos que urgían al acompañante de Elizabeth Stride.
Si se da crédito al testimonio del
frutero habría que descartar a ese burdo cliente como posible victimario de la
meretriz, la cual ya había cumplido su rápida labor y salió en procura de otro
candidato que pagara por sus favores, encontrando en ese momento al señor
pulcramente vestido con aires de oficinista.
Próximo a la 0.30 de la mañana del 30 de
septiembre, mientras cumplía su ronda, un policía de la metropolitana
londinense creyó haber visto –y así lo afirmó en la instrucción– a Long Liz
junto a un caballero que portaba saco negro, sombrero de fieltro, camisa blanca
y corbata oscura. Advirtió que la señora, por su parte, lucía prendida en su
chaqueta una flor roja. Un rato antes, otra persona también la habría
identificado. Iba con un hombre diferente, pues la fisonomía de aquel no
cuadraba con la de los clientes antes referidos.
Ese testigo habría pasado tan cerca
de la pareja como para oír que el individuo, con el cual la meretriz caminaba
asida del brazo, le decía unas extrañas palabras: «Dirías cualquier cosa menos
tus oraciones.»
Sin embargo, la frase no resultaría
tan enigmática para la mujer, y debió formar parte de un chiste que el otro le
estaba narrando, pues al escucharla ella se echó a reír ruidosamente junto con
aquel.
![]() |
Entrada al Dutfield´s Yard donde fue asesinada. Al lado puede verse la entrada del Club Educativo Internacional de Obreros. |
Escasos minutos más tarde Liz ya no
contaba con la compañía de los hombres descritos y no tenía motivo alguno para
reírse. Estaba a la entrada del pasaje adyacente al Club Educativo
Internacional de Obreros y la agredían a golpes y empujones.
El homicidio de la prostituta sueca
o, cuando menos, los actos inmediatamente previos al mismo, fueron presenciados
por un testigo en apariencia clave. El mismo fue Israel Schwartz, un judío
húngaro que extrañamente no depuso en la encuesta instruida tras el crimen,
sino que sus declaraciones únicamente devinieron reproducidas por la prensa
mediante ediciones de los periódicos The Star y Evening Post.
Este inmigrante, que apenas hablaba
inglés y recién había arribado a Londres, adujo haber visto, desde el extremo
opuesto de la calle, a un hombre que abordaba a una fémina parada junto al
portillo del patio lindante al local político. Aquel individuo arremetió contra
ella, la arrojó al suelo y la introdujo en el callejón a empujones. De acuerdo
recordaba el declarante: «La mujer dio tres gritos, pero no muy fuerte».
El ofensor cifraba unos treinta
años, lucía un bigote castaño y portaba una gorra con visera negra. Lo más
curioso de esta deposición consiste en que Schwartz narró que, casi al mismo
tiempo, un segundo hombre salió de la cervecería situada en la esquina de la
calle Fairclough y se detuvo silenciosamente en la sombra mientras encendía una
pipa. Este último aparentaba unos treinta y cinco años, medía un metro ochenta
y vestía con decoro, a diferencia del gandul que agredió a la ramera. El
atacante se percató de la cercana presencia del testigo y de su notoria
apariencia extranjera y, para ahuyentarlo, le espetó en son de amenaza:
«¡Lipski!».
Se trataba de un insulto, ya que
Lipski era el apellido de un judío que el año anterior había sido acusado de
victimar a una mujer en el East End. Tanto Israel Schwartz como el hombre bien
vestido se alejaron cautelosamente de allí y esa asustadiza prudencia sellaría
la suerte de Long Liz cuyo cuerpo inerte, con la garganta segada de izquierda a
derecha, sería avistado minutos después por el conductor de un pony.
Se consideró que este testimonio
representó el más certero de cuantos aportaron la fisonomía del homicida. La
descripción ventilada por los periódicos habría puesto tan nervioso al criminal
que aquel se creyó en la necesidad de intimidar al testigo. Abona tal sospecha
una misiva fechada el 6 de octubre de 1888 remitida a este por alguien que,
tras iniciar su mensaje con la frase «Te creíste muy listo cuando informaste a
la policía», le prevenía que se equivocaba si pensaba que no lo había visto.
Concluía sus líneas con la amenaza de matarlo y de enviarle las orejas a su
esposa si enseñaba esa carta a la prensa, o si ayudaba a la policía de
cualquier manera.
Dieron la voz de alerta y, además de
los pesquisantes, concurrió allí un médico que vivía en el barrio. Luego arribó
el forense de la policía doctor George Bagster Phillips. Ambos galenos se
abocaron al análisis in situ del cuerpo, y dispusieron que fuese trasladado en
una ambulancia manual a la morgue.
Mientras tanto, y a modo de medida
precautoria, los custodios examinaron las manos y la ropa de aquellos
asistentes a la reunión política que todavía no se habían retirado. No
detectaron nada sospechoso. Simultáneamente, otro grupo de policías requisaba
las viviendas y los albergues aledaños, e irrumpía en las tabernas en pos de
cazar al degollador, u obtener pistas para posibilitar su aprehensión. También
esta vez la providencia les fue esquiva.
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