Henri Landrú: El barba azul francés. (Historias de asesinos que inspiraron libros. Cap. III)

Por Gabriel Pombo

Cartel de la película
"Monsieur Verdoux"
protagonizada por Charles Chaplin.
El pasado siglo XX ha sido, ya desde sus albores, extremadamente pródigo en materia de homicidas en cadena. 
Henri Desiré Landrú, conocido entre otros alias criminales como el "Barba Azul Francés" o "El Barba Azul de Gambais", inspiró varias novelas y la película de comedia negra "Monsieur Verdoux" dirigida y protagonizada por el genial Charles Chaplin en el año 1947, donde interpreta a un bígamo asesino serial de mujeres, inspirado en el homicida que hoy ocupa estas páginas y cuyas andanzas describimos a continuación.

Henri Desiré Landrú, hombre de pequeña estatura y apariencia sosegada resultó ser, no obstante, un muy prolífico homicida serial que asesinó a diez mujeres y a un muchacho, hijo de una de sus infortunadas amantes, y el suyo es recordado como uno de los nombres más tristemente destacados dentro de los anales del delito. 
El móvil que lo impulsaba a emprender sus fechorías era de carácter económico, pues ultimaba para extraer beneficios financieros de las cándidas féminas a las cuales estafaba. 
En realidad, les provocaba la muerte en un intento de impedir ser delatado, una vez que las mujeres timadas se percataban  de haber sido burladas en su buena fe por su prometido. 
Y es que el individuo las conocía por conducto de anuncios matrimoniales en los cuales se presentaba como un solitario caballero, poseedor de considerable fortuna en busca de una buena compañera y, tras relacionarse con aquellas que acudían a las galantes citas, lograba hacerles bajar la guardia ganándose su confianza merced a promesas de matrimonio. 

No puede decirse que este victimario fuera un spree killer, por más que la motivación de sus homicidios se inspiraba en no dejar con vida a los testigos de sus maniobras fraudulentas, a fin de que no lo pudieran denunciar frente a las autoridades. 
El spree killer comete sus agresiones mortales durante uno o más episodios, pero raramente repite los ataques, y tiene fija en su mente una víctima específica cuando emprende el acto criminal, aunque durante el transcurso de sugestión se sienta obligado a finiquitar a otras personas presentes en el escenario del crimen, a efectos de prevenir ser delatado por éstas. 

Henri Desiré Landrú, también apodado el “Mataviudas”, nació el 12 de abril del año 1869 en el ámbito de una familia respetable y de menguados recursos. 
A sus veinte años dejó embarazada a una prima suya, Marie Catherine Remy, y se casó con ella. Viviría con su esposa y sus hijos hasta el término de su existencia llevando una doble vida. Por un lado, era un esposo ejemplar que proveía a las necesidades de su prole, pero también poseía una parte secreta donde se dedicaba a los timos apropiándose del dinero y de los bienes de las mujeres que engatusaba. Nunca se supo a ciencia cierta si su cónyuge y sus hijos eran cómplices conscientes de sus delitos. En todo caso, cuando pasado el tiempo se juzgara a Landrú, el fiscal se mostró clemente y no levantó cargos contra la familia del acusado. 

Entre los años 1902 a 1904 cometió algunos pequeños delitos que lo condujeron a la cárcel. 
Su primera pena se le aplicó el 21 de julio de 1904 al ser hallado responsable de una estafa. Tras este castigo se le impondrían otras sanciones leves, siendo la última pronunciada el 26 de julio de 1914, en vísperas de que Alemania declarase la guerra a Francia. Dicha condena no la purgó efectivamente sino que fue juzgado in absentia al no poder ser ubicado. 
La Primera Guerra Mundial estaba apunto de estallar y problemas de mayor envergadura acuciaban al gobierno galo, por lo cual su justicia no se molestaba en perseguir a pequeños embaucadores. Mientras permanecía recluido a raíz de uno de aquellos procesamientos recibió la ingrata noticia de que su anciano padre se había suicidado colgándose de un árbol, al no poder superar el dolor moral y el bochorno producido por la indecorosa conducta de su hijo. No obstante, no recapacitó sino que una vez liberado de su confinamiento volvió a las andadas. Ya por entonces había refinado su modus operandi delictivo, y se entregó en cuerpo y alma a la innoble tarea de estafar a señoras incautas. 
La denuncia que radicó una de sus despechadas enamoradas le valió el último y más prolongado de esos períodos a la sombra. En su nueva estadía en la cárcel el prisionero rumió su venganza contra aquellas ingratas que eran capaces de conducirlo a tan comprometida situación y llegó a adoptar una resolución implacable: para terminar con las denuncias debía acabar con la existencia de las posibles denunciantes. Se juró que así obraría en el futuro... 

A partir de allí perfeccionó su técnica. 
Comenzó a poner publicaciones en las secciones de los periódicos donde los usuarios de ambos sexos buscaban encuentros amorosos. En esos artículos se promocionaba como un viudo de mediana edad y cómodo pasar financiero, deseoso de restaurar su vida relacionándose con una dama de condición semejante. 
Arribó el año 1914, y con él la Primera Guerra Mundial a la cual su patria se volcaría de lleno. El horrible conflicto bélico que costó la existencia a millones de seres humanos y aparejó tantas desgracias devendría, paradójicamente, un ciclo de bonanza e impunidad para este refinado malhechor, y es que la policía francesa estaba demasiado ocupada atendiendo problemas más graves y urgentes que las denuncias por las misteriosas desapariciones de unas cuantas divorciadas o viudas. El criminal intuía que al concluir la conflagración terminaría asimismo su impunidad. Ahora sí, las pesquisas estarían en condiciones de ocuparse de su persona, y de poco le servirían los numerosos alias que utilizaba para despistar y las tretas de las cuales se valía a fin de borrar sus huellas. Tanto es así que cuando su joven amante Fernande Segret, única mujer a la cual parece haber amado y cuya vida respetó, le anunció emocionada que la guerra había por fin concluido, Henri Landrú cabizbajo y con tono de voz sombrío le contestó: “Sé que ahora no lo puedes llegar a comprender. Pero esa es la peor noticia que podrías haberme dado, querida mía”
Cierta madrugada de 1919 oficiales de policía golpearon a la puerta de la vivienda parisina del número 76 de la calle Rochechouart que compartía con su novia. Henry, recién levantado, se vistió con prontitud y atendió al detective jefe que le exhibió la orden judicial de arresto. Con amable firmeza negó cada una de las acusaciones que los agentes le formularon delante de su atónita amante, la cual no podía dar crédito al ver como se llevaban detenido al hombre con quien escasos momentos antes compartía el lecho. 
La sorpresa de la joven resultaba mayúscula ya que su prometido, pues también a ella le propuso matrimonio, le había ocultado su verdadera identidad: para Fernande Segret el múltiple asesino Henry Desiré Landrú era en realidad el respetable Lucien Guillet, inspector principal de la policía parisina, nada menos. 
La dirección en la cual la policía lo detuvo estaba consignada con caligrafía menuda y prolija en una tarjeta de visita que el criminal dejó en la tienda “Les Lions de Faíence” donde pagó por adelantado ochenta francos para la adquisición de una vajilla que debía serle enviada al día siguiente. Resultaba que hasta dicha tienda lo había seguido sigilosamente la señora Bonhoure, amiga de la hermana de una de sus víctimas, quien, por pura casualidad, había vuelto a ver al prometido de aquella desaparecida fémina. Celestine Buisson, pues así se llamaba la extraviada, desde meses atrás no respondía las apremiantes cartas que le remitía su familia. Una vez que Bonhoure vino con la extraordinaria noticia de haber avistado al escurridizo amante, la hermana de la ausente formuló denuncia ante las fuerzas del orden. De inmediato, el inspector Belin se personó en el establecimiento mercantil donde obtuvo las señas de un tal Henri Desiré Landrú, con causa abierta por estafa desde 1914, el cual por entonces se hacía pasar por el ficticio Lucien Guillet. 
Este galante verdugo tenía un defecto que a la postre sería su perdición. Era tan meticuloso que hasta el mínimo acontecimiento lo anotaba en una serie de pequeñas libretas de apuntes; en ellas podía leerse desde las compras de comestibles hasta las fechas en que hizo desaparecer a una decena de desprevenidas mujeres y a un chico, cuyos nombres había consignado. 

Charles Chaplin en un fotograma
de la película "Monsieur Verdoux".
Pese a su fama de haberse defendido brillantemente el acusado no pasó de ser un histrión que con sus salidas jocosas e ingeniosas hacía las delicias de la prensa sensacionalista y del auditorio que abarrotaba la sala de audiencia judicial. Su defensa era en realidad muy débil e ineficaz, y casi imposible, pues en el fondo se limitaba a oponer un obstinado mutismo o a deslizar vaguedades cuando se le achacaron las pruebas irrefutables que paso a paso, e inexorablemente, la fiscalía iba acumulando en su contra. 
Comprendiendo, sin duda, que tenía la partida perdida, a todas luces imposible de ganar, aceptó deliberadamente la realidad de la requisitoria establecida contra él y disimuló, bajo la falsa gracia de las chanzas, su lóbrego temor de criminal acorralado. Mediante agudezas, siempre en forma, acostumbró a su auditorio a sus insolentes afirmaciones sin poner jamás a la acusación en dificultad. 

Todas las prometidas del abominable novio acabaron con sus cuerpos desmembrados, y sus restos fueron incinerados dentro del horno de una amplia cocina económica que el verdugo tenía instalada en su chalet de campo de la localidad de Gambais. 
Abundantes datos de los homicidios estaban relacionados con pulcra caligrafía en las páginas de aquellas delatoras libretitas y conformarían la primordial prueba esgrimida por la acusación fiscal. 

El 30 de noviembre de 1921 el jurado regresó a la sala de justicia, y su portavoz leyó en voz alta la fatídica e inapelable decisión. Horas previas a su muerte rechazó cortésmente los servicios que el Capellán de la cárcel le ofrecía para descargar su conciencia mientras los guardias aguardaban para encaminarlo hacia el patíbulo. “Debo acompañar a estos señores”, se excusó ante el religioso y, tras hacer una pausa, con tono melodramático añadió: “La muerte es una dama y no resulta propio de un caballero hacerla esperar”.  

En la gélida mañana del 25 de febrero de 1922 la cabeza guillotinada del “Barba Azul” francés caería dentro de un canasto en la sala de ejecuciones de una cárcel cuyo frente daba al palacio de Versalles. Tras su última estadía en la prisión se había transformado en un fenómeno mediático tan extraordinario que, en tanto aguardaba su triste destino, el reo recibió decenas de cartas redactadas por admiradores de ambos sexos, y de mujeres que le ofrecían amor y le solicitaban matrimonio.

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